
Fueron años intensos, llenos de momentos que marcaron mi vida, te amé con todo lo que soy, con lo mejor y lo peor de mí. Me entregué completamente, convencida de que ese amor era suficiente para los dos. Siempre he sido una mujer de carácter fuerte, impulsiva, posesiva, a veces hasta agresiva, tú, en cambio, eras calma, paz, paciencia. Eras luz donde yo solo veía caos.
Pensé que tu forma de ser suave podía equilibrar mi intensidad, que tu tranquilidad podía abrazar mis tormentas. Por un tiempo, creí que así era, hasta que dejó de serlo, poco a poco, empezaste a alejarte, sin gritos ni discusiones, solo con silencios, cada día te veía más distante, más ocupado, más concentrado en tu trabajo o en tus juegos, más que en nosotros. Mientras tanto, yo me quedaba al margen, intentando encontrarme entre la soledad y la costumbre.
Hubo días en los que me sentí invisible. Intenté hablarlo contigo, y lo hicimos, pero tus promesas duraron lo que dura un suspiro. Todo volvió a la rutina de siempre la frustración se apoderó de mí, y mi amor se transformó en enojo, en palabras duras, en actitudes frías. Dejé de cuidarte y de esperarte. Ya no te buscaba, pero tampoco te soltaba, éramos dos personas compartiendo un espacio vacío, sin saber cómo salir de ahí.
El problema no fue infidelidad, solo diferencias que se agrandaron con el tiempo, hasta separarnos por completo, yo seguía esperando algo de ti, una señal, una palabra, una mirada, algo que me hiciera sentir que todavía importaba. Pero esa señal nunca llegó, intenté buscarte una vez más, pero tus respuestas fueron distantes, casi ausentes.
Como explica Coral Herrera Gómez (2016), “no mendigues ni exijas amor. Acepta con humildad, con deportividad, con amor que ya no te quieren… los sentimientos cambian, el amor se acaba, y no pasa nada”. Entender eso fue mi punto de quiebre: aceptar que el amor no se impone, que nadie está obligado a quedarse cuando el corazón ya se ha ido.
Hoy no te guardo rencor, me quedo con los momentos buenos, con las risas, con lo que aprendí. Pero también me quedo con la certeza de que merezco un amor que me mire sin cansancio, que me elija incluso en mis días difíciles, que no tema a mi carácter, sino que quiera quedarse a pesar de él.
Porque, como afirma Chirino Núñez (J. M.), “sanar una ruptura requiere aceptar la pérdida, permitirse sentir y construir nuevos significados sobre uno mismo”. Sanar no es olvidar, es transformarse. Es mirarse al espejo y reconocer que el amor más importante es el que una se debe a sí misma.
Y fue entonces, en medio de ese silencio, cuando entendí que no podía seguir insistiendo. Por más amor que te tenga, no puedo mendigar el que tú no sientes por mí. Porque mendigar amor es perderse a uno mismo, es mirar el reflejo de lo que fuimos y no reconocer lo que quedamos siendo.
Y aunque me duela aceptar que ya no somos, también sé que el amor no se ruega, se da, se comparte, se construye entre dos. Tal como expresa Herrera Gómez (2014), “las separaciones cariñosas no son una utopía: hay muchas parejas que logran separarse con mucha comunicación y cuidándose mutuamente”.
Soltar, entonces, no es rendirse: es elegir la paz, el autocuidado y la libertad de empezar de nuevo.
Y aunque aún me duela escribirlo, hoy entiendo que soltar también es amar, pero esta vez, a mí misma.
¿Y tú, serías capaz de soltar con amor aquello que ya no te sostiene?
